La tierra entera deberá ser re-santificada a nuestra vista:
el color sagrado debe cambiar del violeta celestial al verde terrenal.
Lloyd Geering
Teólogo, Nueva Zelanda
Hace algunos años, cuando era profesora de arte y literatura, una de mis jóvenes alumnas preguntó con cierta ironía si lo que les estaba enseñando servía para algo. Yo le respondí: ”Para nada, como no sirven para nada las noches estrelladas de Villa de Leyva, pero ¿cómo sería nuestra vida sin ellas?”.
Creo sinceramente que no es pertinente pensar en utilidades cuando se aborda el tema del arte; la belleza, el gozo estético, las emociones que nos proporcionan unas estrellas, un amanecer o una puesta de sol, a pesar de no tiener un valor utilitario, han sido apreciadas y valoradas por el ser humano desde lo más remoto de nuestra existencia por el placer que produce la belleza que se ha percibido a través de los sentidos, una belleza que sin duda es inherente al mundo: “lo bello es una manifestación de las fuerzas secretas de la naturaleza“ afirmó Goethe.
Separar lo divino y lo humano, originó el problema fundamental de la cultura occidental cristiana cuando ésta fue víctima de la influencia del platonismo que había introducido una escisón entre estas dos realidades, asociando lo ideal y lo bello con lo divino, y lo humano con el mundo terrenal de los sentidos que sólo podría ser bello si reflejaba con fidelidad lo ideal; como consecuencia natural de esta división fue surgiendo un cierto desprecio por el mundo sensorial con consecuencias significativas en la vida y en las artes, a pesar de que tanto en el AT como en el NT la belleza y el bien de este mundo son obra de Dios; así, vemos que el Génesis reitera a lo largo del relato de la creación que todo lo que Dios iba creando era bueno; de la misma manera el evangelio nos cuenta cómo Jesús exalta la belleza de origen divino de los lirios del campo “Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos” (Mt 6,24). Según esto, podríamos afirmar que no existe nada mejor que el mundo –obra de Dios- y que toda la naturaleza, revestida de belleza por el creador, es digna de aprecio y alabanza; pero como afirmamos arriba el arte occidental cristiano se expresó más bajo parámetros filosóficos neoplatónicos que desde una verdadera concepción de la realidad judeo-cristiana.
Desde esta perspectiva creyente podemos decir que la belleza que percibimos con nuestros sentidos no es apenas el reflejo de un mundo ideal o divino, sino que tiene consistencia en sí misma porque lo divino y la realidad terrenal se funden diluyéndose sus límites. Entonces surge otra pregunta: ¿Qué es la realidad y desde dónde la interpretamos en el campo de las artes?
¿Creeremos, entonces, que hay belleza en un cuadro que nos plasma al hombre desolado, a la naturaleza herida de muerte? La respuesta será afirmativa en cuanto que esa realidad se haya mirado con los ojos del espíritu; y será afirmativa en cuanto que el pintor haya pintado no sólo lo que ve ante él sino lo que ve dentro de él (Friedrich).
Porque el espíritu es el que impregna, atraviesa y vivifica toda creatura; la vida que está en los seres humanos es la vida que está en las plantas, los animales, la naturaleza, el cosmos. Y la vida, herida o no, en peligro o no, siempre será bella, porque la Vida es la esencia determinante de la naturalez de Dios Creador, de Dios Padre, de Dios Misericordioso que nos ama y nos ofrece la posibilidad de compartir su naturaleza hasta alcanzar la plenitud de la Vida realizándonos en el amor y en el bien.
María Jesús Sánchez de Ávila
Educadora, Magister en Teología
Autora de la Monografía "La Vida plena, herencia del Padre, en el Cristo Cricificado de San Plácido"
Colección Monografías y Tesis N° 4. PUJ- 2010
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